Proyecciones.


El niño (porque aún lo era, a pesar de todo) adoptó la inusual costumbre de mirar por la ventana esperando ver el cielo partiéndose en toda su gloriosa y aterradora majestad dejando entrever la mano enjuiciadora de su Creador - el mundo conocía este evento como la Segunda Venida de Cristo; para el niño representaba la instancia curiosa en que una entidad superior emprendía un genocidio sistemático planeado con muchísima antelación y una agenda muy apretada. Le tenía terror al advenimiento del día fatídico en que ocurriera esto, mas sin embargo pensaba en su interior que el mundo necesitaba un poquito de magia. Caminaba por la calle pensando que nunca, en sus veintidós años de existencia, había visto algo realmente mágico ocurriendo en el mundo aparte de las formas milagrosas en que la idea de su corazón se restituía y se rearmaba después de haber sido roto una y otra vez, ad infinitum. Sí, los encuentros fortuitos y las coincidencias (ya sean llamadas telefónicas predichas con exactitud deslumbrante o amigos de lugares completamente distintos que convergen para conocer a un mismo ex pololo) eran de alguna forma la magia de los pobres, pero le faltaba algo realmente extraordinario a la existencia.


Sus caras de felicidad ante el advenimiento del überAuschwitz.

Bajo ese precepto, pensaba el niño, la vida era una cuestión realmente amarga. Se proyectaba a sí mismo muriendo a los ochenta y pico y recordando el mismo momento en que caminaba por Alameda con Portugal pensando que la soledad era la única posibilidad, deteniéndose en medio de la calle mientras la verdad le caía sobre la cabeza como los yunques a los dibujos animados, atentando contra la fluidez de la vía pública - el chofer con el auto detenido a mitad de la cuadra no entendía que éste momento era bello y fatal al mismo tiempo- y que su decisión de cortar todo contacto íntimo con la humanidad era más que nada el regreso a la ontología primera del hombre. Le gustaba el melodrama de llevar casi un año sin conocer bíblicamente a otro ser humano, y treinta y dos meses sin la compañía dulce y satisfactoria de un cónyuge. Alguna gente establece récords mundiales de natación, otros corren muy rápido, otros construyen casas enteras de Lego y mondadientes y colas de cigarros, otros llevan mucho tiempo siendo el invitado impar en fiestas de parejas.

Y de alguna forma esta carencia de magia universal se manifestaba en su infelicidad, en su creciente desapego con el mundo, en su incapacidad para pasar un día en que no contemplara las vías alternativas para las decisiones que tomó hace una hora, hace una semana, hace tres o cuatro años y que culminaron en el niño aquí y ahora, frente a un PC que se apaga solo, recordando momentos francamente pobres que altera para convertir en filoestupidosofía. La verdad es que nunca hubo decisiones. Nunca hubo iniciativa. El niño creía en el fondo que la magia sí existía, el cielo sí se partiría (al menos metafóricamente, se meaba el cerebro imaginando que realmente pudiese ocurrir un horror así), pero que pasaba tangencialmente por él, lo tocaba con un soplido maricón para recordarle su existencia y luego se desvanecía como la memoria de un caballero. La magia le ocurría a otros, y en cierta forma su adicción a mirar por la ventana era también la adicción a mirar hacia las vidas de otros, las minucias de otros, los cafecitos, los fines de semana de ebriedad y anécdotas de vómitos sobre alfombras, los sueños de niñez de ser cura y expiar los pecados en silencio, el sexo libre y carente de amor y su justificación como un deber de adultos, relatos de amistad espontánea y otras drogas. Ésa era la magia. Paf, tadáh. En alguna parte estaba el conjuro, en algún versículo bíblico - el niño se lo imaginaba como algo con un número de requisitos tan cómicamente ridículo como las bases de un concurso público para fondos audiovisuales; algo que estuviera en el orden de la madurez y las buenas intenciones. Totalmente inalcanzables.


Porque quiero, una canción triste.

Entonces el viejo que miraba hacia atrás veía que su vida había sido un episodio radicalmente vaciado de sentido, entendiendo al fin el melodrama cotidiano de reconocer que la mayoría de nosotros no estamos destinados a tener más que una vida remotamente relatable; que no cambiamos ninguna vida con nuestras ideas, que nunca conocimos ni amamos realmente a alguien con el ímpetu que nos profesaron nuestras madres y amigos optimistas; que sentirse celoso de antiguas ex parejas que lograron seguir adelante es la manifestación patética de un coágulo emocional, una trombosis que evoca risas histéricas en el personal médico de turno. Nacemos para ser nadie, para vivir en un mundo sin magia visible, para pagar nuestras cuentas haciendo colas en supermercados, luchando por la injusticia de los créditos universitarios, deseando que ese amigo tuyo se diera cuenta que lo amas hasta el apéndice y que pueden complementar tan bien sus miedos y fallas de fábrica; deseando, sólo deseando. La vida es sólo mirar hacia arriba sin realmente alcanzar nada.

Y el niño que se imaginaba viejo que se moría, sorprendentemente, se deprimía luego de considerar todo lo anterior. Pero enumeradas todas las tragedias, lograba sin embargo curvar los labios en lo que reconocía como una sonrisa, porque estaba enamorado del mito de la caja de Pandora, y que lo único en lo que podía confiar era la noción de esperanza. Todo el peso de su vida, y de la vida de posiblemente todo el planeta, desde la ballena azul hasta los protozoos, era el aspirar al 'algún día'. Algún día volveré a comer, algún día esa cebra se moverá de ahí, algún día ese coral mala vida me impregnará y me reproduciré, algún día ella notará que la miro con el hambre de la felicidad, algún día la caminata fresca por la calle de la capital en la tarde será lo único que baste. Algún día.
 
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