La Culpa es de Morricone


Algunos crecen escuchando música romántica, otros sólo jazz, otros sólo reggaeton; otros crecen bajo el alero de los grandes 'genios' de la música del siglo XX como Dylan, Zeppelin, Zappa, Stones... y, como en muchos otros campos, la gente se debate en la lucha por coronar su estilo como el mejor, citando numerosos argumentos y otorgándole cuerpo y alma a la ferviente creencia de que su música es incuestionablemente mejor que la del otro.

El punto no es éste. Todos luchamos por validarnos.

El punto es que la gran mayoría de nosotros siente afinidad por la música que le gusta actualmente por el sencillo hecho de que fue aquella la que nos acompañó en nuestra infancia, que sonó en los extensos momentos de nuestra inconciencia respecto a las capas sonoras que nos rodean en nuestras masticadas del almuerzo, en nuestras excreciones, en nuestra batalla personal por evadir los deberes domésticos y académicos. Aceptémoslo, si hubiésemos crecido con música tribal, nos habría gustado la música tribal. Es un fenómeno muy curioso y particularmente interesante.

Me carga cuando viene alguien e intenta restregarme sus gustos musicales en la cara, menos aún cuando elabora una extensa argumentación que revela una obvia inteligencia, pero muy mal encaminada hacia el horror de la intolerancia. Para ser sincero, me aburren muchos tipos de música considerados como el pináculo de dicho arte. Muchos otros los aprecio y de hecho me gustan, pero nada me llena como la música instrumental. Nada me inspira para caminar, para escribir, para imaginar, para reflexionar, para entristecerme, para alegrarme, como la música instrumental. Y particularmente, las bandas sonoras.

Cuando tenía 4 o 5 años aprendí a usar el equipo de música de mi casa. Y una de las primeras cosas que encontré fue el cassette de la banda sonora de The Mission, 1986, de Ennio Morricone. Escucharlo se convirtió en una experiencia eróticamente culpable, como una primera masturbación, ocultándole al resto mi vergüenza con el par de audífonos que guardaban el placer sólo para mi deleite personal y egoísta. Creía -y sigo creyendo, curiosamente- que escuchar música instrumental -y de cine, especialmente- es una especie de actividad marginal que el resto no necesita conocer de mí, como un factor que propicia enunciados tales como "es que no entenderías", o "es lo que a mi me gusta, ok?". La cosa es que me sentí tan cautivado por el lenguaje musical desprovisto de una voz humana, de las frases y la gramática de la disposición de los instrumentos en armonía, que el placer culpable se volvió un placer repetitivo, con el cassette rebobinándose una y otra vez, y yo comenzando a entender que lo que escuchaba era el trabajo de un compositor hecho exclusivamente para la musicalización de una película. Fue mi primer roce con la impresión de que el cine tenía lo suyo.

Hoy en día me considero un absoluto ñoño de las bandas sonoras. Dieciséis años después, tengo en mi colección más de 180 y un conocimiento enciclopédico de compositores de cine de toda la era sonora, mayormente occidentales, aunque me dispongo ahora a conocer a los genios polacos y de Europa del Este en general, para posteriormente pasar a los asiáticos (manejo algunos chinos y especialmente japoneses, pero no como me gustaría). A veces me siento muy solo cuando se trata de discusiones musicales, pues la gran mayoría de la gente limita su conocimiento de música para cine a John Williams y "al tipo de Titanic" (dícese de James Horner). Crecí con mi propio grupo de genios a los que les debo poco menos que la vida, y aunque sigo creyendo que de algún modo se me discrimina por mis gustos poco usuales, puedo decir con orgullo que los años me han convertido en un crítico ávido a la vez que un tipo con gustos muy sensibles. Tampoco comparto la visión de muchos excépticos de que muy pocas bandas sonoras pueden subsistir por fuera de la película; si bien la principal razón por la que escucho soundtracks es por mi amor al cine, encuentro en la experiencia de escuchar bandas sonoras una exclusividad que otorga nuevas apreciaciones y lecturas a un ingrediente que se ve muy mermado por los otros. Ponerme los audífonos y escuchar la obra de algún compositor que disfruto, separada de la obra fílmica, me resulta una hora de cálido reencuentro con ese algo que en su momento fue voluntariamente olvidado.

Twenty-One


Voy a hacer trampa y voy a manifestar los tres deseos que pedí al soplar las velas de mi (nuestra, con la Kam y la Rocío) torta de cumpleaños Nº 21. No soy supersticioso (en demasía), así que no espero que la magia se rompa ni nada.

1.- Pedí que mis futuros trabajos académicos (y en especial el corto que haré este verano), sirvan como aprendizaje puro y como incipiente apertura hacia el mundo de la producción audiovisual. En otras palabras, pedí ser un buen futuro cineasta, lo que incluye tanto la parte netamente técnica y narrativa, como la incorporación de los últimos caldos de cabeza introspectivos que he hecho en cuanto a mi labor como comunicador humilde y honesto.
2.- Pedí (sí, no se sorprenda) por mi vida emocional. Dícese de mis relaciones. Ya sea si se trata de aprender a dejar mis trancas atrás y superar mis inseguridades y egoísmos, o incluso de aceptar la llegada de un alguien nuevo, quiero que en este aspecto pase lo mejor posible; en otras palabras, que reciba lo que necesito, no lo que quiero, aunque suene difícil.
3.- Por último, pedí por mis amigos, lo más fuerte que tengo en este momento. Pedí por que fueran felices, que crecieran si lo necesitaban, que la vida les sonriera y todo eso, y por supuesto, que siguieran a mi lado, porque si no hago plop.

Bueno, eso.

Y recién empiezo a asimilar que nací hace 21 años.
 
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