Issues - Corriente de conciencia de sábado por la noche.


Si tuviera mi cámara, podría ser como la Loca de Mierda y mandarme un monólogo épico sobre todos los pensamientos neuróticos que brotan de mi cabeza en este momento. Pero no, no está en mi poder, y es una de las cosas que me sacan la madre.


Cosas como éstas son las que escucho cuando estoy triste y apestado porque la vida que quiero no es la que tengo.

Tengo que dejar de quejarme, es una de las tantas resoluciones sin aplicación que han pasado por mi cuadernillo de anotaciones de maduración personal, pero se me hace casi un mal necesario. Es pura victimización, es un tipo al lado tuyo con la boca respirándote en las orejas hinchándote las pelotas arruinándote el día diciéndote que el mundo se empeña en no hacerlo feliz. Quién no ha conocido un huevón así alguna vez, el patetismo insigne del infantilismo, el niño de 1 metro 75, peludo y con la pija enorme ya, que reclama la felicidad como si fuera un derecho de nacimiento que sus padres guardan en el estante más alto del clóset. Puede perfectamente alcanzarla por sí mismo, pero no está ni ahí con estirar la mano. Eso es el tipo que quiere que la vida lo haga feliz.

Y aquí estoy, con el pesioptimismo a flor de piel, casi corrosivo, casi queriendo ganarme un Nobel por fingir que sé lo que tengo que hacer. Mucha gente sabe lo que tiene que hacer. La diferencia es que no lo hace.

En esta noche de sábado es cuando me enfrento a mis fracasos más recientes intentando juzgarlos imparcial y científicamente, haciendo el uso más magnánimo de la razón con la que creo haber sido dotado, y sin embargo, me doy un tiempo para escuchar la música de WALL·E, La Bella y la Bestia, Up y El Viaje de Chihiro y me doy cuenta una vez más que soy un caso insalvable del complejo de Peter Pan: todavía quiero que mi vida sea una película animada, preferentemente de Pixar, donde pueda vivir a plenitud la gama infinita de emociones que componen mis caminatas y transantiagadas diarias a la U, mis mascadas de napolitana a la 1, mis twiteos incoherentes, cada pensamiento autoflagelante que es asoma cuando (te) recuerdo; en definitiva, recuerdo que quiero volver a la simplicidad de pensar que no tengo que organizar mi vida y asumir mis fracasos como lo que son porque ya hay una determinación anterior que me depara un clímax con el hombre o la mujer de mi vida, una confesión gloriosa de amor, el infaltable momento del más íntimo reconocimiento mutuo, quizás dos o tres grandes momentos de sexo ardiente y metafísico, y esa apertura de ojos una mañana de domingo en la que te das cuenta que la felicidad se hizo esperar para ese preciso momento.


Y ahora escucho eso pa rematarla.

Soy un imbécil, aún creo eso. Después de todos mis fracasos y mis introspecciones y replanteamientos e instancias en que me he declarado oficialmente una persona adulta, es cosa de que mire hacia el lado y vea el cómo otra gente ha triunfado en dicha empresa para que me sienta disminuido y estancado en mi propio autoengaño e indulgencia. Soy terrible, pero terriblemente envidioso, lo sé, siempre lo he sabido. Pero si hay algo que me deprime tanto, es ver el cómo otra gente ha logrado asumir la sumatoria de fracasos como un camino a la progresión personal, y simplemente las cosas empiezan a cambiarles de rumbo. Se vuelven más responsables, más atentos, más exitosos; son capaces de tener relaciones longevas cuando antes pasaban de fracaso en fracaso, y lo peor es que no te lo refriegan en cara, porque les es tan natural y asumido que ya forma parte de su cotidianidad como adultos. Es terrible, es una cuestión terrible.

Ya lo sé, el día en que deje de ser envidioso y empiece a enfocarme en construir mi propia vida, las cosas comenzarán a andar mejor. Pero hasta ese momento, me siento a escribir terapéuticamente los sábados por la noche cuando podría estar ocupado forjando relaciones de amistad, creciendo como persona, trabajando o relajándome follando con mi novi@ de hace 2 años con quien tengo una fructífera y madura relación.


Please shoot me.

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