Problemática de la Verdad y el Conocimiento aplicada a la naturaleza del Sentimiento


La palabra podría, en un término ciertamente ficcional pero no tan alejado de la lógica, convertirse incluso en moneda, en objeto de transacción. Su valor no sufre de depreciación; al contrario del dólar, exponencialmente adquiere estatutos de importancia de una obscenidad alarmante. A su vez, esta super-valorización de la palabra la transforma claramente en un objeto de deseo que, actualmente, no admite ideologías de dominio público, sometiéndose así al posicionamiento en un campo de batalla constante por su control y exclusión inmediata de los otros bandos de cazadores de palabras. No es ninguna sorpresa ni afirmación inteligente enunciar que la palabra es poder, es control, y como tal, es un cáliz sagrado que obedece a las legislaciones estúpidas de cualquier tesoro de su tipo. Hasta acá no he dicho nada nuevo (ni pretendo decirlo tampoco). Lo que me insta a pronunciarme es un cuestionamiento ciertamente más aplicable a la cotidianidad, a la mundanidad. Propongo una exploración a los cánones de estatuto de conocimiento y verdad aplicados al universo de los sentimientos.
Considero que una definición rudimentaria, enciclopédica del término “sentimiento” es de por sí una absurdez, en tanto que como introducción es supérflua e ingenua y, de todos modos, ¿cómo puede una enciclopedia definir el sentimiento? Como el resto de las definiciones que puede ostentar la más parafernálica de las enciclopedias, son meros consensos y ejercicios de poder que cosifican lo incosificable. Yo no sé lo que es el sentimiento, ni considero que alguien lo sepa ni deba saberlo. No es, bajo mi lógica, un objeto que pueda revelarse con inmediatez al sujeto en tanto que aletheia; por lo tanto no hay forma de conocerlo, ni mucho menos controlarlo – no en el sentido mundano de ejercer control sobre el sentimiento, sobre la emoción, sino como un descubrimiento de lo que podría llamarse la ontología del sentimiento. En términos clásicos, su esencia, su razón de ser. Considerando dicha problemática, encuentro una grosería que alguien se tome la atribución de poder referirse al sentimiento como un objeto cognoscible y controlable, más aún que pueda des-subjetivizar dicho conocimiento al punto en que pueda identificar rasgos y someter a juicio los sentimientos de otros sujetos. Me refiero aquí coloquialmente a los consejeros emocionales, y no sólo aquellos que escriben en los diarios – los hay en la vida cotidiana, en el día a día, y cada uno de nosotros tiene o ha tenido alguien que se atribuye facultades de “objetividad” (casi siempre en contextos de amistad) para aconsejarnos sobre nuestros sentimientos.
Siendo claros, dicha objetividad es inexistente. Todo sujeto involucra forzosamente un punto de vista y emite opiniones en base a su juicio en función de una multiplicidad de factores en los que no sólo incide su relación con los observados, sino con su propio imaginario y datos biográficos. No existe un “mirar desde afuera” con arreglo al conocimiento, puesto que he aquí una contradicción evidente que se traduce en el simple hecho de que no es posible ver algo bien si se lo ve fuera de los márgenes de su desarrollo. Suena imbécil, y se nos ha bombeardeado con ideas que sugieren que puede de hecho no ser así (“si estás demasiado cerca sólo ves puntitos de colores, pero cuando te alejas, puedes ver toda la imagen de la televisión”), pero, aplicándose al tema que nos convoca, cualquier aproximación desinformada (una desinformación constante, patológica) al respecto de la emotividad de terceros es un ejercicio magnífico de pérdida de tiempo.
Más grotescamente aún, si hablamos de una moral en los sentimientos, entramos en un terreno tanto más borrascoso – me remito a señalar que hablo de lo que comúnmente denominados amor erótico. Probablemente debiera irme a la hoguera, pero me parece que la moralidad tampoco es un estatuto válido en cuanto al sentimiento. En cuanto moralizamos al sentimiento le atribuimos características de bien o mal, y esta categorización, como muchas categorizaciones, ejerce una violencia. “Lo que tú estás sintiendo está mal”. Nada más grosero que eso. ¿Cómo puede alguien, para colmo desde una posición ajena al conflicto, sostener un juicio de valor sobre la cualidad tan de stesis, tan de piel, de lo que sentimos? Este sujeto que clama estar en una posición privilegiada de exterioridad hacia quienes sufren de determinado conflicto sentimental, sugiere que es posible conocer un determinado sentimiento sin haberlo vivido. Dudo que algo sea afirmable sobre el sentimiento, sobre el amor, pero puedo hablar más o menos sin tapujos sobre su innegable cualidad experiencial para con el sujeto, y ningún sentimiento es comparable a otro en tanto que remite a la experiencia personal del individuo, y como tal, goza de rasgos que lo diferencian de cualquier otro tipo que se le asemeje. El sentimiento es en arreglo al sujeto que lo siente. No se puede separar al sujeto del sentimiento en tanto que objeto de conocimiento; como tal, el lenguaje no actúa más que como un mediador mediocre entre el individuo y el sentimiento, lo que comúnmente los norteamericanos designan con el delicioso término lost in translation. El sentimiento habita al sujeto, y me atrevo (redoble de tambores) a afirmar tímidamente que también es posible que el sentimiento sea el sujeto. Puede que los hombres hayan transitado históricamente por la segregación del mundo y ellos mismos, pero dudo que hayan podido segregarse (al menos, completa y exitosamente) del aspecto que nos hace humanos por antonomasia. Hablando casi vulgarmente (porque de alguna manera, aunque sea infantil, debo remitirme explícitamente a los contenidos de tanto en tanto), cuando se trata de sentimientos podríamos seguir viviendo en una era presocrática, puesto que la denominación “amor” comparte características con el de “mito”, en tanto intenta explicar algo a lo que no se sabe a ciencia cierta el cómo ni el por qué opera. Y, al otro extremo de la cronología, he hecho una cantidad de afirmaciones (obscenas o no) que se corresponden con pensamientos de clara naturaleza hume-iana.
En tanto se categorizan los sentimientos, en tanto le llamamos amor al amor (de qué otra forma podría referirme a él), estamos afirmando que existen determinados parámetros que definirían el cuándo estoy enamorado, por citar un ejemplo. Yo no he podido jamás sostener dicha afirmación, porque no tengo la menor idea de cuáles son los parámetros –ni con qué autoridad alguien podría llegar a enlistarlos- en los que se mueve una hipotética definición del amor. “Amor es cuando ves a alguien y te late fuerte el corazón”, podría afirmar alguien. Tomando dicha afirmación, y otras, se haría difícil distinguir amor de un complejo de neurosis obsesiva. La nomenclatura es sólo otro ejemplo de la imposición, y cuando se impone ya hasta en el campo de los sentimientos hablamos de una problemática grave. Más allá de lo que el común de nosotros entiende cuando nos referimos al control de los sentimientos, el sujeto que enuncia desde su “objetividad” un juicio moral sobre el status emocional de terceros no hace otra cosa que someter la emoción al campo del ejercicio de poder, de control mediante el uso de la palabra. Como si ya no fuera suficiente con todo lo demás, también busca regir la emocionalidad del sujeto diciéndole qué es lo que siente. Domina al sentimiento, y se siente con autoridad para hacer afirmaciones de moralidad sobre éste; es capaz de sostener la mera validez del amor erótico heterosexual, por citar un ejemplo. Vemos en la actualidad que dicho juicio traspasa los límites de aseveraciones locales y se ha transformado en un consenso social generalizado: el amor de verdad existe entre un hombre y una mujer, y toda otra modalidad es inadmisible, o en el mejor de los casos, funcional a medias. Me niego, primeramente, a dos cosas: la primera, a afirmar que existe el amor como se lo conoce, en tanto es, como muchas otras, una convención, una cosificación y una categorización de algo incategorizable, y lo segundo, si llegara a existir algo parecido a un parámetro establecido en términos del amor, o el sentimiento en general, éste no estaría sometido en absoluto a exclusiones de la talla del ejemplo dado anteriormente. No existirían las exclusiones propias del paso del mito al logos, puesto que no es posible que la verdad sobre los sentimientos sea accesible para unos pocos, si existiera una verdad en absoluto. El sentimiento es lo que uno siente que es, y está en plena libertad de no ejercer violencia sobre el sentimiento nombrándolo, ni debería hacer caso de quien se atribuye la facultad de tener conocimiento sobre él, ya sea subjetiva u objetivamente. Estas convenciones sociales que intentan delimitar todo con la palabra sólo vulgarizan la pureza de la emoción comparándola a un estándar predefinido; la riqueza del sentimiento es que tiene una parte de cada uno de nosotros, y como tal, goza de una identidad única cuyo estatuto de verdad es válido en términos individuales. Así también, la moral en términos de esta stesis es otro ejercicio de poder en tanto que valida un sentimiento por sobre otro y lo adjudica a determinados círculos. Lo que hacía Anita Bryant al deslegitimar todo intento de la comunidad homosexual por hacerse validar constitucionalmente era sostener que, como minoría, no tenían acceso a la aceptación general de la validez de su naturaleza, emocional incluida. ¿Qué más inhumano que dicha negación que, al fin y al cabo, más que negar el sentimiento, niega al sujeto?
Entonces, viva sus sentimientos a flor de piel, no hay verdad universal en lo que respecta a este campo (como en todo lo demás), puesto que no hay nada más suyo que sus sentimientos.
Probablemente he hecho la serie de afirmaciones más inverosímilmente idiotas de la historia, y casi con certeza me he contradicho sometiendo en este mismo ensayo al sentimiento a una segregación en función de su análisis, pero al menos he logrado satisfacer una pulsión y logrado enunciar que no creo en el amor, al menos no como se lo plantean las novelitas cursis y la gente en general, al menos la que he conocido (quisiera afirmar que no creo en el amor en absoluto, pero para efectos de la seriedad y formalidad del presente ensayo, me remito a señalar sólo lo dicho hasta ahora). Ahora, si Ud, estimado lector, posee rencillas de índole personal para con el amor, estamos ante una problemática de otras dimensiones.

La Explicación.


Léase lo siguiente con arreglo a mi propia Persona, perdonando la constante autorreferencia, y comprendiendo que constantemente encuentro, en situaciones como éstas, fascinantes y coherentes explicaciones al por qué mierda soy como soy.

El artículo corresponde a un ensayo (en inglés) sobre psicoanálisis aplicado a Persona (1966, dir. Ingmar Bergman), una de mis películas favoritas (#2). Lo cual no deja de ser extremadamente interesante.

http://www.kinoeye.org/02/15/shaw15.php


Citas más CHAN del artículo:

"...calling such afflicted individuals "paraphrenics". He describes the symptoms of this neurosis as follows: "Patients of this kind...display two fundamental characteristics: megalomania and diversion of their interest from the external world—from people and things." ("Dichos individuos son llamados "parafrénicos. Él (Freud) describe los síntomas de esta neurosis con lo siguiente: los pacientes de este tipo manifiestan dos caracterísricas fundamentales: megalomanía y ditracción de su interés del mundo exterior-de la gente y las cosas.")

"Such individuals find themselves incapable of loving. Their chief aim and source of satisfaction in relationships consists instead in their being loved. Their "self-regard" cannot permit them to be humble, or to sacrifice the part of their narcissism that love requires." ("Dichos invididuos se hallan a sí mismos incapaces de amar. Su meta principal y fuente de satisfacción en las relaciones consiste, en realidad, en ser amados. Esta auto-recompensa no les permite ser humildes, o sacrificar la parte de su narcisismo que el amar requiere.")

Caught #2


Luego de eso, el muchacho se dio cuenta de que no podía amar a nadie, y que por tanto su sueño principal era inconcebible. Al reparar en eso, se volvió loco y su corazón se paralizó por 30 segundos hasta estar clínicamente muerto, pero de alguna manera seguía medio conciente, desvaneciéndose hacia la oscuridad mientras su incapacidad de afecto se le repetía en la cabeza como una melodía minimalista, bajando en volumen hasta perderse como todos sus segundos de falsa felicidad.

Caught.


El muchacho partió a recuperar su libertad, sirviéndose de la expiación de culpa suscitada por la ingesta descontrolada de alcohol para justificar acciones como dar su primer beso de a tres, con dos hombres poco conocidos, de los cuales luego eligiría uno para tirar el resto de la noche. Inhaló cocaína y vagó en compañía de desconocidos hasta el primer asomo de luz diurna. Sin embargo se arrepentiría de aquel hecho hedonista, aunque no de su inquisición por libertad. Finalmente descubrió que era libertinaje.
 
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